El aire está corrompido, es tóxico. No se puede respirar más, no queda nada más. El contacto humano se va perdiendo por nuevas costumbres, distantes y frías. El aire esta envenenado, y lo envenenamos nosotros mismos por no querer sentir que podemos hacernos trizas en cualquier rincón. Hay algo más allá de nuestra capacidad, algo que nos golpea y nos impide hacernos sentir bien. Parece que necesitemos estar siempre tristes y a quilómetros de aquello que hace que las entrañas ardan y nos dé vuelcos el alma. Tenemos vacíos de recuerdos que estamos quemando a toda prisa para intentar llenarlos con detalles insignificantes, manías y prejuicios. Todo es más importante que nuestras convicciones o nuestra capacidad de mostrarnos tal y como somos. Nos cohibimos por miedo al rechazo, a nuestro propio rechazo, y cada vez somos más hipócritas y tenemos menos que sentir y más que contar. Sobran palabras, sobran frases sin sentido y ruidos que no valen nada. Lo peor, lo más inquietante, es que mataríamos por ser abrazados cuando nos estamos desmoronando, pero a falta de parecer cobardes decidimos hacernos los fuertes. De que sirve tanta armadura y tanta distancia si no sabemos convivir con ello. ¿Para qué? Y luego, a solas, cuando creemos que no hay nadie mirando empezamos a destruirnos, a hacernos daño con aquello que nos azota en los más profundo, con más palabras, con más pensamientos vagos y “sin sentidos” como este, que se desvanecen al mismo tiempo que lo hago yo.