Quizás sí. Estoy más susceptible de lo normal. Mi cabreo ha
aumentado a medida que el cúmulo en el que se ha convertido mi vida ha crecido.
Soy incapaz de estar pendiente de nada, de concentrarme ni de ser yo. No puedo
respirar sin dejar de pensar un solo instante en que me voy a derrumbar en
cualquier instante. Y lo peor es que he conseguido llorar, y para mi llorar no
es retroceder, ni algo de lo que avergonzarme, es notar que estoy volviendo a
sentir, a tener emociones dentro de mí. He dejado de ser esa ameba que se alimentaba
de la nada que lo rodea, aunque sea incapaz de relajarme, de dejarme llevar ni
de dejarme querer. Odio la soledad, la soledad de este frío de enero. De este
año que se presenta delante de mí como otra etapa a sufrir para no obtener
nada. Me he quedado en blanco, y todo yo no dejo de escuchar el viento azotando
mi ventana cada vez que se acaba esta maldita canción que nunca acaba. El bucle
ha podido conmigo, con todo lo que ya creía perdido, absurdo y deshecho. No
entiendo como aún consigo dormir, aunque tarde demasiado en conseguirlo, aunque
solo sea por unos instantes. Y al dormir no tengo sueños, tengo tantas
aspiraciones, tantos viajes mentales y tanto caos que ni en mi subconsciente
puedo crear un mundo mejor, una vida mejor ni un yo mejor. Solo me quiero
evaporar entre el ronroneo de la gente que asustada se aleja ante mis gritos de
impotencia, ante mi constante cabreo con todo y ante mis ojos, rojos de bailar
con la mala suerte. No quiero vivir aquí. No puedo seguir aquí, y mucho menos
como lo hago ahora. He rebuscado entre mis recuerdos, casi borrosos, el motivo
de todo esto y no encuentro una manera de escapar, de relajarme.
Quizás sí. Quizás yo sea el jodido problema y eso es todo. O quizás no. Quizás ya no queda nada de mí dentro de este cerebro que va recitando a mis manos todos estos pensamientos absurdos, todos estos silencios y toda esta oscuridad que me revuelve las tripas, las entrañas. Aunque nadie nunca vaya a saber lo que arde dentro de mí, ni tan siquiera yo mismo.